En torno a la insurrección comunera. La verdad y el mito.
La rebelión comunera (1520-1522) ha sido, indudablemente, uno de los más importantes capítulos de la Historia de Castilla. Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que los comuneros han producido los más apasionados fervores y, al mismo tiempo, los más enconados desprecios. De ahí que no sean pocas las diversas personalidades de renombre que han prestado atención a la revuelta de las Comunidades, posicionándose a favor o en contra de su significado: Martínez de la Rosa, Modesto Lafuente, Manuel José de Quintana, “El Empecinado”, Menéndez Pelayo, Ángel Ganivet, Gregorio Marañón, Manuel Azaña, Francisco Pi y Margall, Manuel Danvila, Rafael Altamira, Marcelino Domingo, Enrique Tierno Galván, Emilio Castelar... No debe extrañarnos, por tanto, que el mismísimo Karl Marx analizase la subversión comunera en sus escritos sobre la España revolucionaria del siglo XIX:
"A pesar de estas repetidas insurrecciones, no ha habido en España hasta el presente siglo una revolución seria, a excepción de la guerra de la Junta Santa en los tiempos de Carlos I, o Carlos V, como lo llaman los alemanes. El pretexto inmediato, como de costumbre, fue suministrado por la camarilla que, bajo los auspicios del virrey, cardenal Adriano, un flamenco, exasperó a los castellanos por su rapaz insolencia, por la venta de los cargos públicos al mejor postor y por el tráfico abierto de las sentencias judiciales. La oposición a la camarilla flamenca era la superficie del movimiento, pero en el fondo se trataba de la defensa de las libertades de la España medieval frente a las ingerencias del absolutismo moderno.
La base material de la monarquía española había sido establecida por la unión de Aragón, Castilla y Granada, bajo el reinado de Fernando el Católico e Isabel I. Carlos I intentó transformar esa monarquía aún feudal en una monarquía absoluta. Atacó simultáneamente los dos pilares de la libertad española: las Cortes y los Ayuntamientos. Aquéllas eran una modificación de los antiguos concilia góticos, y éstos, que se habían conservado casi sin interrupción desde los tiempos romanos, presentaban una mezcla del carácter hereditario y electivo característico de las municipalidades romanas. Desde el punto de vista de la autonomía municipal, las ciudades de Italia, de Provenza, del norte de Galia, de Gran Bretaña y de parte de Alemania ofrecen una cierta similitud con el estado en que entonces se hallaban las ciudades españolas; pero ni los Estados Generales franceses, ni el Parlamento inglés de la Edad Media pueden ser comparados con las Cortes españolas. Se dieron, en la creación de la monarquía española, circunstancias particularmente favorables para la limitación del poder real. De un lado, durante los largos combates contra los árabes, la península era reconquistada por pequeños trozos, que se constituían en reinos separados. Se engendraban leyes y costumbres populares durante esos combates. Las conquistas sucesivas, efectuadas principalmente por los nobles, otorgaron a éstos un poder excesivo, mientras disminuyeron el poder real. De otro lado, las ciudades y poblaciones del interior alcanzaron una gran importancia debido a la necesidad en que las gentes se encontraban de residir en plazas fuertes, como medida de seguridad frente a las continuas incursiones de los moros; al mismo tiempo, la configuración peninsular del país y el constante intercambio con Provenza y con Italia dieron lugar a la creación, en las costas, de ciudades comerciales y marítimas de primera categoría.
En fecha tan remota como el siglo XIV, las ciudades constituían ya la parte más potente de las Cortes, las cuales estaban compuestas de los representantes de aquéllas juntamente con los del clero y de la nobleza. También merece ser subrayado el hecho de que la lenta reconquista, que fue rescatando el país de la dominación árabe mediante una lucha tenaz de cerca de ochocientos años, dio a la península, una vez totalmente emancipada, un carácter muy diferente del que predominaba en la Europa de aquel tiempo. España se encontró, en la época de la resurrección europea, con que prevalecían costumbres de los godos y de los vándalos en el norte, y de los árabes en el sur.
Cuando Carlos I volvió de Alemania, donde le había sido conferida la dignidad imperial, las Cortes se reunieron en Valladolid para recibir su juramento a las antiguas leyes y para coronarlo. Carlos se negó a comparecer y envió representantes suyos que habían de recibir, según sus pretensiones, el juramento de lealtad de parte de las Cortes. Las Cortes se negaron a recibir a esos representantes y comunicaron al monarca que si no se presentaba ante ellas y juraba las leyes del país, no sería reconocido jamás como rey de España. Carlos se sometió; se presentó ante las Cortes y prestó juramento, como dicen los historiadores, de muy mala gana. Las Cortes con este motivo le dijeron: «Habéis de saber, señor, que el rey no es más que un servidor retribuido de la nación».
Tal fue el principio de las hostilidades entre Carlos I y las ciudades. Como reacción frente a las intrigas reales, estallaron en Castilla numerosas insurrecciones, se creó la Junta Santa de Ávila y las ciudades unidas convocaron la Asamblea de las Cortes en Tordesillas, las cuales, el 20 de octubre de 1520, dirigieron al rey una «protesta contra los abusos». Éste respondió privando a todos los diputados reunidos en Tordesillas de sus derechos personales. La guerra civil se había hecho inevitable. Los comuneros llamaron a las armas: sus soldados, mandados por Padilla, se apoderaron de la fortaleza de Torrelobatón, pero fueron derrotados finalmente por fuerzas superiores en la batalla de Villalar, el 23 de abril de 1521. Las cabezas de los principales «conspiradores» cayeron en el patíbulo, y las antiguas libertades de España desaparecieron.
Diversas circunstancias se conjugaron en favor del creciente poder del absolutismo. La falta de unión entre las diferentes provincias privó a sus esfuerzos del vigor necesario; pero Carlos utilizó sobre todo el enconado antagonismo entre la clase de los nobles y la de los ciudadanos para debilitar a ambas. Ya hemos mencionado que desde el siglo XIV la influencia de las ciudades predominaba en las Cortes, y desde el tiempo de Fernando el Católico, la Santa Hermandad había demostrado ser un poderoso instrumento en manos de las ciudades contra los nobles de Castilla, que acusaban a éstas de intrusiones en sus antiguos privilegios y jurisdicciones. Por lo tanto, la nobleza estaba deseosa de ayudar a Carlos I en su proyecto de supresión de la Junta Santa. Habiendo derrotado la resistencia armada de las ciudades, Carlos se dedicó a reducir sus privilegios municipales y aquéllas declinaron rápidamente en población, riqueza e importancia; y pronto se vieron privadas de su influencia en las Cortes. Carlos se volvió entonces contra los nobles, que lo habían ayudado a destruir las libertades de las ciudades, pero que conservaban, por su parte, una influencia política considerable. Un motín en su ejército por falta de paga lo obligó en 1539 a reunir las Cortes para obtener fondos de ellas. Pero las Cortes, indignadas por el hecho de que subsidios otorgados anteriormente por ellas habían sido malgastados en operaciones ajenas a los intereses de España, se negaron a aprobar otros nuevos. Carlos las disolvió colérico; a los nobles que insistían en su privilegio de ser eximidos de impuestos, les contestó que al reclamar tal privilegio, perdían el derecho a figurar en las Cortes, y en consecuencia los excluyó de dicha asamblea.”
… Así interpretó los hechos de la rebelión comunera el padre del socialismo científico en un artículo periodístico titulado La España revolucionaria, publicado en el New York Daily Tribune el 9 septiembre de 1854. De las múltiples opiniones que se han vertido sobre los comuneros de Castilla (algunas diametralmente opuestas) algo queda claro, y es que nunca otro hecho histórico ha tenido tanta repercusión en la memoria popular y política de Castilla.
El poder imperial declaró criminales, traidores y reos de lesa majestad a los derrotados comuneros; persiguiendo a cuantos tomaron parte activa en la rebelión de las Comunidades castellanas. Víctimas de la despótica tiranía, héroes, mártires del patriotismo y de la libertad son algunos de los adjetivos que los liberales del siglo XIX pusieron a los comuneros. Los historiadores coetáneos a la revuelta de las Comunidades y cuantos les siguieron, influidos por el triunfo definitivo de la causa imperial, censuraron acremente a los partidarios de aquella sublevación castellana, arrojando sobre sus principales responsables toda clase de opiniones negativas. En cambio; los partidarios de las más amplias y generalizadas libertades, apasionados por las corrientes de las revoluciones modernas y seducidos por las nobles actuaciones de los caudillos comuneros en pro del bien común, exaltaron a la rebelión de las Comunidades como un heroico ejemplo a seguir...
Nuestro propósito es, por cierto, recordar el importante papel de Segovia y los segovianos en el alzamiento de las Comunidades: la ciudad del Eresma formó parte del sector más entusiasta y radical de la revuelta castellana; su aportación a la causa comunera fue vital. Veremos cómo se desarrollaron los acontecimientos en Segovia, y tendremos noticia de quienes fueron los comuneros segovianos más comprometidos y significados...
Pero antes habremos de examinar, con el debido detenimiento, las causas que provocaron la rebelión comunera.
Malos tiempos para Castilla. Las raíces del conflicto.
Situémonos en los primeros años del siglo XVI. Nos hallamos en una época particularmente mala para Castilla. La crisis económica de su industria textil, su pérdida de peso en favor de la periferia, la inoperatividad de las Cortes (cada vez menos representativas), la oligarquización de la sociedad y la presión fiscal contribuyeron a crear una situación de malestar generalizado. A esta crisis económica se unía la patrimonialización de los cargos públicos, es decir, el anquilosamiento de la maquinaria política en beneficio de las oligarquías nobiliarias y en detrimento de una burguesía casa vez más pujante:
“Los procedimientos de reparto de oficios públicos se perfeccionaron mediante la generalización de regímenes de sorteo o de “rueda”, o, en otros casos, se acentuó la patrimonialización de los oficios al conceder los reyes cargos de regidor de por vida o autorizar que los heredasen los hijos de sus beneficiarios: ambas vías hacían imposible el auge de protagonistas políticos en las ciudades que pudieran resultar molestos o peligrosos para la monarquía, encauzaban el régimen municipal en la tranquilidad y en la rutina en manos de la oligarquia correspondiente”.
Por si fuera poco, las Cortes castellanas se caracterizaban en aquellos tiempos por su escasa representatividad y aristocratización. Su limitado carácter representativo venía dado, básicamente, por el escaso número de ciudades de la Corona de Castilla que podían enviar diputados y el modo en que éstos eran designados: cada una de las 18 ciudades que tenían el privilegio de ser convocadas a Cortes (Burgos, Soria, Segovia, Ávila, Valladolid, León, Salamanca, Zamora, Toro, Toledo, Cuenca, Guadalajara, Madrid, Sevilla, Granada, Córdoba, Jaén y Murcia) enviaban dos Procuradores que, en la práctica, eran elegidos para que no se opusieran a los designios de la Monarquía. La interferencia del poder central y la importancia de los privilegios explican el hecho de que los Procuradores (escogidos entre las filas de la aristocracia) sólo representaran los intereses de una exigua minoría.
Así estaban las cosas cuando el joven Carlos de Gante fue nombrado para regir los destinos de la Monarquía hispana, hecho que indignó a más de uno. Era el último episodio de una crisis sucesoria que venía de años atrás, concretamente de todo lo que tuvo lugar tras el fallecimiento de Isabel de Castilla en 1504.
¿Cómo ocurrió todo? Al morir la Reina, su esposo Fernando de Aragón, cumpliendo las condiciones expresadas en el testamento de la difunta, asumió el gobierno de Castilla mientras trataba que las Cortes reconocieran la incapacidad mental de su hija Juana, casada con Felipe el Hermoso, para gobernar. El Rey contó para ello con el apoyo de las ciudades, si bien una buena parte de la nobleza castellana (reprimida férreamente en vida de su mujer) vio la posibilidad de recuperar sus antiguos privilegios y apoyó a Felipe como legítimo Rey de Castilla. Fue en enero de 1505 cuando las Cortes de Toro aprobaron el testamento de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón consiguió ser reconocido como regente, ya que Juana manifestaba un desequilibrio mental más que notable.
Luego, el 24 de septiembre, Fernando y Felipe firmaron (con la mediación de Francisco Fernández de Cisneros, obispo de Toledo) la llamada “Concordia de Salamanca”, que reconocía a Felipe y Juana como Reyes de Castilla y a Fernando como gobernador a perpetuidad. Pero todo se rompió al año siguiente, tras una tormentosa entrevista. Presiones de la nobleza y de personalidades interesadas en mantener las relaciones comerciales entre Castilla y Flandes llevaron a Fernando a signar los acuerdos de Villafáfila, en los que éste renunciaba al gobierno de Castilla y reconocía la incapacidad para gobernar de su hija Juana, ya conocida como “Juana La Loca”. Después de ceder la corona a su yerno, Fernando se retiró a sus territorios de la Corona de Aragón para continuar sus empresas en el ámbito mediterráneo.
Sin embargo, el reinado de Felipe el Hermoso fue efímero: el 24 de septiembre de aquel 1505 fallecía repentinamente tras jugar a la pelota. Aunque una parte de la camarilla regia pugnó por coronar Rey a su hijo (Carlos de Gante, que apenas tenía seis años), el inteligente Cisneros logró hacerse con el apoyo de la nobleza para ponerse al frente de una Junta de Regencia. Ésta no tardó en solicitar a Fernando de Aragón que asumiera, una vez más, el gobierno de Castilla. Sin embargo, el fallecimiento del Rey Católico en 1516 daría paso a una segunda regencia de Cisneros, en la que no faltarían los desórdenes y las luchas nobiliarias.
A partir de aquellos momentos, los consejeros flamencos del joven Carlos de Gante comenzaron a maniobrar para que éste se hiciera con las Coronas de Castilla y Aragón. En primer lugar, eliminaron a sus dos posibles rivales al Trono: su madre Juana, que fue confinada en Tordesillas, y su hermano Fernando, que vivía en la villa de Simancas. Fue entonces cuando se produjo un hecho que los especialistas han calificado de auténtico “golpe de Estado”: la Corte de Bruselas (desoyendo las recomendaciones del Consejo Real y del prelado Cisneros, que juzgaban inconveniente otorgar el título real a Carlos) le nombró, unilateralmente, Rey de Castilla y Aragón. Carlos de Gante llegaría a España el 19 de septiembre de 1517, desembarcando en la villa asturiana de Villaviciosa.
El odiado Carlos de Gante
Cuando el nuevo monarca hizo su entrada en Valladolid en noviembre de 1517, la impresión que de él se llevaron las gentes no fue nada buena: su propia apariencia personal y su incapacidad para hablar castellano le granjearon las antipatías de buena parte de la población. La puesta en marcha de nuevas obligaciones fiscales y la decisión de nombrar a personajes flamencos para los más altos cargos del Estado serán la gota que colma el vaso: la rebelión comunera estaba en ciernes.
Y es que el nuevo Rey tenía casi todo en su contra. Formado en Flandes, ignoraba por completo la lengua, la cultura y las tradiciones de Castilla; amante del lujo y los banquetes refinados e interminables, era aficionado a las partidas de caza, las fiestas, los torneos y las justas. Todo un mundo de exceso y derroche que los castellanos conocieron de primera mano cuando Carlos de Gante llevó a Valladolid. Incluso su presencia física despertaba rechazo, ya que era pálido, enclenque y padecía un acentuado prognatismo que le obligaba a tener la boca abierta durante bastante tiempo; con lo que se ganaba no pocas burlas, tal y como nos dice un documento de la época:
“El nuevo rey, un muchacho increíble y disparatadamente joven, con una mandíbula muy pronunciada, no causó una impresión muy favorable en su primera aparición en España. Aparte de que miraba como un idiota, tenía el defecto imperdonable de que no sabía ni una palabra en castellano. Además, ignoraba totalmente los asuntos españoles y estaba rodeado de un grupo de rapaces flamencos”.
Por si fuera poco, los flamencos empezaron a gozar de riquezas y cuantiosas posesiones, al mismo tiempo que acaparaban los principales cargos de responsabilidad. La rabia de los castellanos comenzó a dirigirse contra dichos “usurpadores”. Codiciosos, aves de rapiña... Aquellos indeseables flamencos fueron el centro de las iras castellanas, y más aún cuando se hizo público el nombramiento de un sobrino del Señor de Chièvres, de apenas 17 años de edad, como obispo de Toledo. Y es que, aparte de su procedencia extranjera, aquel privilegiado muchacho nunca residió en la capital del Tajo, limitándose a cobrar su cuantioso salario sin aparecer nunca por allí...
Los flamencos no tardaron en controlarlo todo, sin que el joven Carlos pudiera sustraerse a su fatal influjo, convirtiéndose en Ministros Principales, grandes Cancilleres, Presidentes de las Cortes, Obispos, Arzobispos, Consejeros y demás cargos de importancia, lo que suponía un hiriente escarnio para los naturales de Castilla. De tan indeseables extranjeros no podían los castellanos esperar nada provechoso, y aún cuando las Cortes celebradas en Valladolid en 1518 intentaron remediar tantos despropósitos, lo que sucedió en ellas es una prueba de la perversión moral de aquellos flamencos. Nombrado Presidente de aquella asamblea el extranjero Sauvage, que ejercía el cargo de Canciller de Castilla, los representantes de las ciudades protestaron contra su nombramiento, hicieron entender al Rey las quejas públicas contra los lamentables flamencos y determinaron no conceder nada de cuanto se les pidiera mientras el joven Carlos no jurase de antemano respetar los privilegios, libertades, usos y buenas costumbres de Castilla. Grandes altercados hubo entre el Canciller flamenco y el Dr. Zumel, Procurador por Burgos en aquellas Cortes. A fuerza de brío y tenaz empeño logró el Procurador burgalés que el Rey prestase el juramento requerido. Lección elocuente fue para los extranjeros la actitud de Zumel; mas no por ello estos desmayaron en sus siniestros planes, pues con astuta maña y por medio de un soborno de 200 escudos de oro y la promesa de favores y beneficios, lograron comprar la voluntad del Dr. Zumel, que se convirtió en el más incondicional servidor de aquellos lamentables flamencos.
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